INCISO SOBRE EL DESOREJAMIENTO DE ESPAÑA
España lo es tanto y de tal manera que la mayoría de los españoles no se percatan de que, pese a las cantinelas de sirenas, seguimos viviendo un tiempo especial para nosotros, prolongado desde la francesada acá. ¿Dónde si no aquí se puede leer un titular que no conseguiría traspasar las fronteras sin levantan oleadas de miedo? Es de un periódico convervador-liberal, si tal mezcla es posible: "¡QUE ALGUIEN ENSEÑE A MATAR A TALAVANTE!"
En España se vive rodeado por lo extraordinario de modo que ya sólo se entiende lo extraordinario: lo demás, lo de diario, hastía. Y ese gusto por lo poco común, siempre unido a la cultura nacional, inició su Edad de Oro con CarlosIV y Fernando VII, aquellos reyes de género chico y de mente aguada, que entrambos no dispusieron de diez gramos de escrúpulos en efectivo ni de los 1300 cc. de cubicaje exigibles a la primera magistratura.
Estamos en la parte previa al objetivo de este Libro, "La República sin Platón" y la intención era una pequeña cabalgada por los antecedentes, pero no se puede hablar del meollo del drama del Siglo XIX y dejar pasar las sucesivas abdicaciones de Bayona ante Napoleón Bonaparte para comprender que, en el plazo de unos días España tuvo hasta tres reyes a la vez. No precisamente consecutivos sino al tumulto.
Sin estas exageraciones del talante no se entenderán los casi dos siglos en que nos descalaveramos a-nosotros mismos. Así que este historiador, que es de cataplín republicano, lo cuenta, y allá el lector con las consecuencias que se desprenden de los hechos y que aún vivimos: son como un tic que arponea cromosomas "Y" que pasan de generación en generación no menos de ocho veces.
Átese el cinturón de seguridad y adéntrese en lo que hizo de este reino una España esquizofrénica, o sea, con el alma partida. Con el alma rota y los perendengues flojos. Se empieza con una cita -reciente- del Feldmariscal Von Thies, en su "Historia de la chufla aplicada". Bonn, 2015, de la colección "Ediciones para la prevención del Bacilococo", donde se capta lo ya advertido: que en España se vivía, en 1808 y ahora, inmersos en lo extraordinario:
"Cuando papá e hijo pidieron a Napoleón que hiciera de árbitro en la zapatiesta que tenían entre ellos, áquel (Napoleón) comprobó in situ la clase de berzas que tenía delante, especialmente cuando, el felón devolvió la corona a su papá, aquella que le quitó en Aranjuez, y el papá, libremente, la puso a los pies de Napoleón que la aceptó encantado. Entonces Napoleón pensó en darle la corona a Luciano, a otro hermano y finalmente a Pepe, es decir, que tuvo que tardar algún tiempo en decidirse y, mientras tanto, Napoleón fue rey de España ¿Por qué no figura en la lista de reyes españoles? Habrá que solucionar esa injusticia.
Además de la felona familia real en Bayona, el Consejo de Castilla y la mayor parte de la nobleza acató la decisión de sus ex-soberanos y de Napoleón; y también un tal Carlos, hermano de Fernadito el ex-séptimo, organizador de los cirios carlistas de años después, que renunció a sus derechos a favor de Pepe."
("Pepe" es Joseph Napoleón, conocido amistosamente como Pepe Botella)
El resumen del Feldmariscal tiene la virtud de la escueta concisión, pero el asunto es tan extraordinario, e hizo correr tanta sangre decente, que es necesario ampliarlo unos palmos, porque no fue tan sencillo. O sea, tenía trastienda:
Fernando VII tenía en Bayona 24 años y un cabezón de mucho mérito. Por algún misterio era, además, el favorito del pueblo, lo que encelaba al pícnico de Godoy, curioso Príncipe de la Paz y hombre marrullero, vigilante y ligero de cascos. Así se llegó a saber que D. Fernando fue el jefe de un numeroso partido que deseaba su advenimiento y que, como Príncipe de Asturias, esta dispuesto a advenirse cuanto fuera mediante la Conspiración de El Escorial, que fue descubierta por el despierto Godoy: "Una vasta intriga en que todos estaban envueltos".
No se puede esperar que un hombre como el Príncipe de Asturias, que tantas pruebas de rencor dio, no aguardara su revancha: con Godoy tenía pendientes, además de muchos desprecios y segundos términos, el asunto de ser el amante de su madre, la reina Maria Luisa de Parma y la esterilización de la conspiración de Aranjuez, que, desde su punto de vista, le había costado la corona.
(No se pierda el final del Culebrón de las Abdicaciones. En breve seguirá.)
HUBO OTRA REPÚBLICA
LA REPÚBLICA SIN PLATÓN.
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I CUANDO ESPAÑA EMPEZÓ A REVENTAR
El Siglo XIX, época de desastres y tejemanejes, fue el más lleno de historia, el más movido y apresurado de cuantos ha vivido España hasta el momento. Y el más injusto, felón y sangriento. Se diría que nuestra sociedad perdió la cabeza una vez que supo que había perdido la honra a manos de la francesada y la vergüenza a causa de Carlos IV, Fernando Séptimo, Napoleón, Pepe Botellala y la Pepa. España comienza el Siglo XIX en 1801, con Carlos IV reinante, aquel Borbón que retrató Goya junto a su familia, demostrando:
A).- Que el pintor tenía un malísimo concepto de aquel grupo de personas, a las que retrató en alma y cuerpo. Sin complejos.
B).- Que, en efecto, el Rey Carlos y los suyos debieron ser algo torpes porque no se dieron cuenta del poco favor que les hizo Goya, y le pagaron el escarnio; porque caras como las del Rey, la Reina y el entonces infante Fernando, son escarnios y, además, profecías.
Mal se presentaba el siglo inaugurado entre la efervescencia Napoleónica, la continuidad de los Pactos de Familia, aunque con los borbones franceses substuidos por el imperio del Gran Corso y con los pocos alcances de sus gobernantes que descansaban sobre un garrido mozo, antiguo Guardia de Corps pasado por el lecho real, también llamado Príncipe de la Paz. Sin duda el título se lo dio Carlos IV, aquel pobrete incapaz de prever el futuro que le aguardaba.
Fue empezar la centuria y desembocar en la lucha napoleónica contra Inglaterra, que mala nos la dio en la batalla naval frente al cabo Trafalgar, hermoso nombre para valientes muertes, y bravíos gestos, empezando por la agonía de España. Allí se hundió la mejor flota española, privando al Imperio del reino de los mares, lo que llevó a Inglaterra, casi en el acto, a atacar Buenos Aires y otros lugares de España algo alejados del tumulto europeo, aunque pensaban ya en organizar sus propios tumultos, todos desconocedores de que, doscientos años después, la armada española acudiría al mar inglés para felicitar a la Home Fleet y a su reina por la singular victoria de Trafalgar y no mencionar que, pese a todo, los españoles arrancamos la piel de aquel pirata que se llamó, en el siglo, Lord Nelson.
El Príncipe de la Paz, Manuel Godoy, haciendo gala de perspicacia, tardó poco en autorizar a los ejércitos de Napoleón para que atravesaran España y ocuparan Portugal, tradicional aliado de Inglaterra y patria de los vinos de Oporto, muy estimados por la corte británica. Era Godoy un pedazo de persona: hermoso, pícnico y, para entonces, gordo y algo fofo. Le gustaban las mujeres y demás placeres de sobremesa y, con sus hazañas cameras, no malas, dio en pensar que disponía de un notable talento, gracias al que España fue invadida a la vez que Portugal, con la corte encantada por tan poderosos huéspedes, los afrancesados pasándose ediciones de la Enciclopedia Francesa, y el pueblo, abierto el ojo, preguntándose cómo nadie se daba cuenta de que, desde la morería, ningún ejército extranjero había pisado el solar español.
Eran el progreso, que nunca cesa en su carrera hacia las malas noticias, y la estupidez, unas veces congénita y otras de conveniencia.
Los sucesos posteriores a la llegada de la “armée” francesa e imperial, siguen algo confusos. O sea, se sabe lo que pasó, pero no se sabe si Carlos y Fernando tenían siquiera caletre o estaban afectados por la regresión de algún cromosoma de origen francés. El caso fue que, abdicando los unos en los otros y teniendo en Bayona a Napoleón de juez (que ya era tentar a la suerte más de lo admitido), resultó rey de España José Bonaparte, José Primero, alias Pepe Botella, que sólo ha sido reivindicado cuando en España se ha vuelto a imponer la vieja costumbre de alabar a los invasores: árabes cultísimos y franceses benévolos e ilustrados, o sea, un ejemplo que más nos vale seguir en beneficio del teatro de variedades.
Todo parecía atado y bien atado, hechas las entregas de España y de su vergüenza al Emperador, con Murat en Madrid haciendo chistes sobre la lenidad de los altos mandos del Ejército Español y preparando planes por si el pueblo acababa dándose cuenta de la ilustración que le había caído encima.
Y así fue. Tuvo que ser una viejuca que, al pasar frente a palacio, vio lo que vio y gritó, con ese pronombre tan familiar: “¡Que se nos los llevan!”. Pan bendito, lector, y despertador garantizado de almas hispánicas. El pueblo de Madrid, que parecía abstraído en sus asuntos y pensando más en los Sanisidros, y en los manteos de monigotes, que en los berzas de sus amos, se despabiló y se puso a cazar franceses. Tantos como pudo. Y repetidamente. Los Capitanes Generales parece ser que se hicieron los distraídos y el peso de la sublevación contra los invasores cayó sobre oficiales de Artillería e Infantería, sobre el Parque de Monteleón y sobre un tal Malasaña, que sí, que la tenía.
Todos, los oficiales, Monteleón y Malasaña resultaron destruidos pero, al menos, con honor y vergüenza patria. Ya antes Murat puso en funcionamiento un cuidadoso plan para motines e hizo cargar a su caballería mora, los mamelucos, sobre el pueblo de Madrid, compuesto a la sazón por majas y por chisperos, cada cual con su faca en la faja o en la liga, sin comprender que estaban inaugurando la llamada Época de las Naciones.
De aquellos mamelucos, en estado salvaje y bigotudo, quedó el dicho de “portarse como un mameluco”. Si Napoleón miraba las cosas desde cuarenta siglos de distancia en perpendicular, los mamelucos, más prosaicos, se producían a sablazos porque ya no eran exactamente los mamelucos de los sultanes del El Cairo, famosos por ser castrados y fieros.
Casi a la vez, el Alcalde de Torrejón, popular por tener las ideas claras en un mundo confuso, salió al balcón de su aldea y declaró la guerra a Francia. Una guerra que en España conocemos como la de la Independencia y en el resto del mundo como la “Guerra Peninsular” que, por cierto, ganó don Arturo Wellesley, Duque de Ciudad Rodrigo (que asoló él mismo), más famoso como Wellington, hombre constante y de muy mal perder.
Así las cosas, los Españoles se pusieron a luchar, a excepción de los afrancesados de entre los que José Bonaparte escogió a los administradores, ministros y corregidores. No se engañe el lector: no era gente blanda sino gente que consideraba que era el momento de modernizar España, o sea, de convertirla en una segunda Francia, mediante el empleo contundente de una constitución liberal que acabara con los privilegios. Además, Napoleón, prodigio de invasores, les decía que de eso mismo se trataba y los tíos se lo creían, siempre y cuando siguieran con sus cargos en la España Moderna. Oh, desgraciado Siglo Negro.
Así, desde el principio, mientras los españoles, en partidas, daban la vida por España y por el gusto de cepillarse franceses a la salud de Fernando VII, El Deseado, monarca absoluto; mientras los españoles, de uniforme, ganaban la batalla de Bailén y derrochaban valor en los sitios de Zaragoza y de Gerona, los afrancesados, sin elecciones, se nombraron representantes de todos los españoles y, encerrados en Cádiz, donde las gaditanas se hacían tirabuzones con las bombas francesas, iban redactando la primera constitución española siempre que dejaban de discutir sobre toros en aquellas famosas Cortes. O de aporrearse.
(Se recuerda que este rápido resumen es precisamente eso, rápido, como introducción para llegar adonde conviene)