Blogia
BORRADOR REPUBLICANO

HUBO OTRA REPÚBLICA

Photobucket - Video and Image Hosting

LA REPÚBLICA SIN PLATÓN.

Edición a cata y cala

Garantía de calidad Trapezos®. Toda la verdad y un poco más.

I CUANDO ESPAÑA EMPEZÓ A REVENTAR

El Siglo XIX, época de desastres y tejemanejes, fue el más lleno de historia, el más movido y apresurado de cuantos ha vivido España hasta el momento. Y el más injusto, felón y sangriento. Se diría que nuestra sociedad perdió la cabeza una vez que supo que había perdido la honra a manos de la francesada y la vergüenza a causa de Carlos IV, Fernando Séptimo, Napoleón, Pepe Botellala y la Pepa. España comienza el Siglo XIX en 1801, con Carlos IV reinante, aquel Borbón que retrató Goya junto a su familia, demostrando:

A).- Que el pintor tenía un malísimo concepto de aquel grupo de personas, a las que retrató en alma y cuerpo. Sin complejos.

B).- Que, en efecto, el Rey Carlos y los suyos debieron ser algo torpes porque no se dieron cuenta del poco favor que les hizo Goya, y le pagaron el escarnio; porque caras como las del Rey, la Reina y el entonces infante Fernando, son escarnios y, además, profecías.

Mal se presentaba el siglo inaugurado entre la efervescencia Napoleónica, la continuidad de los Pactos de Familia, aunque con los borbones franceses substuidos por el imperio del Gran Corso y con los pocos alcances de sus gobernantes que descansaban sobre un garrido mozo, antiguo Guardia de Corps pasado por el lecho real, también llamado Príncipe de la Paz. Sin duda el título se lo dio Carlos IV, aquel pobrete incapaz de prever el futuro que le aguardaba.

Fue empezar la centuria y desembocar en la lucha napoleónica contra Inglaterra, que mala nos la dio en la batalla naval frente al cabo Trafalgar, hermoso nombre para valientes muertes, y bravíos gestos, empezando por la agonía de España. Allí se hundió la mejor flota española, privando al Imperio del reino de los mares, lo que llevó a Inglaterra, casi en el acto, a atacar Buenos Aires y otros lugares de España algo alejados del tumulto europeo, aunque pensaban ya en organizar sus propios tumultos, todos desconocedores de que, doscientos años después, la armada española acudiría al mar inglés para felicitar a la Home Fleet y a su reina por la singular victoria de Trafalgar y no mencionar que, pese a todo, los españoles arrancamos la piel de aquel pirata que se llamó, en el siglo, Lord Nelson.

El Príncipe de la Paz, Manuel Godoy, haciendo gala de perspicacia, tardó poco en autorizar a los ejércitos de Napoleón para que atravesaran España y ocuparan Portugal, tradicional aliado de Inglaterra y patria de los vinos de Oporto, muy estimados por la corte británica. Era Godoy un pedazo de persona: hermoso, pícnico y, para entonces, gordo y algo fofo. Le gustaban las mujeres y demás placeres de sobremesa y, con sus hazañas cameras, no malas, dio en pensar que disponía de un notable talento, gracias al que España fue invadida a la vez que Portugal, con la corte encantada por tan poderosos huéspedes, los afrancesados pasándose ediciones de la Enciclopedia Francesa, y el pueblo, abierto el ojo, preguntándose cómo nadie se daba cuenta de que, desde la morería, ningún ejército extranjero había pisado el solar español.

Eran el progreso, que nunca cesa en su carrera hacia las malas noticias, y la estupidez, unas veces congénita y otras de conveniencia.

Los sucesos posteriores a la llegada de la “armée” francesa e imperial, siguen algo confusos. O sea, se sabe lo que pasó, pero no se sabe si Carlos y Fernando tenían siquiera caletre o estaban afectados por la regresión de algún cromosoma de origen francés. El caso fue que, abdicando los unos en los otros y teniendo en Bayona a Napoleón de juez (que ya era tentar a la suerte más de lo admitido), resultó rey de España José Bonaparte, José Primero, alias Pepe Botella, que sólo ha sido reivindicado cuando en España se ha vuelto a imponer la vieja costumbre de alabar a los invasores: árabes cultísimos y franceses benévolos e ilustrados, o sea, un ejemplo que más nos vale seguir en beneficio del teatro de variedades.

Todo parecía atado y bien atado, hechas las entregas de España y de su vergüenza al Emperador, con Murat en Madrid haciendo chistes sobre la lenidad de los altos mandos del Ejército Español y preparando planes por si el pueblo acababa dándose cuenta de la ilustración que le había caído encima.

Y así fue. Tuvo que ser una viejuca que, al pasar frente a palacio, vio lo que vio y gritó, con ese pronombre tan familiar: “¡Que se nos los llevan!”. Pan bendito, lector, y despertador garantizado de almas hispánicas. El pueblo de Madrid, que parecía abstraído en sus asuntos y pensando más en los Sanisidros, y en los manteos de monigotes, que en los berzas de sus amos, se despabiló y se puso a cazar franceses. Tantos como pudo. Y repetidamente. Los Capitanes Generales parece ser que se hicieron los distraídos y el peso de la sublevación contra los invasores cayó sobre oficiales de Artillería e Infantería, sobre el Parque de Monteleón y sobre un tal Malasaña, que sí, que la tenía.

Todos, los oficiales, Monteleón y Malasaña resultaron destruidos pero, al menos, con honor y vergüenza patria. Ya antes Murat puso en funcionamiento un cuidadoso plan para motines e hizo cargar a su caballería mora, los mamelucos, sobre el pueblo de Madrid, compuesto a la sazón por majas y por chisperos, cada cual con su faca en la faja o en la liga, sin comprender que estaban inaugurando la llamada Época de las Naciones.

De aquellos mamelucos, en estado salvaje y bigotudo, quedó el dicho de “portarse como un mameluco”. Si Napoleón miraba las cosas desde cuarenta siglos de distancia en perpendicular, los mamelucos, más prosaicos, se producían a sablazos porque ya no eran exactamente los mamelucos de los sultanes del El Cairo, famosos por ser castrados y fieros.

Casi a la vez, el Alcalde de Torrejón, popular por tener las ideas claras en un mundo confuso, salió al balcón de su aldea y declaró la guerra a Francia. Una guerra que en España conocemos como la de la Independencia y en el resto del mundo como la “Guerra Peninsular” que, por cierto, ganó don Arturo Wellesley, Duque de Ciudad Rodrigo (que asoló él mismo), más famoso como Wellington, hombre constante y de muy mal perder.

Así las cosas, los Españoles se pusieron a luchar, a excepción de los afrancesados de entre los que José Bonaparte escogió a los administradores, ministros y corregidores. No se engañe el lector: no era gente blanda sino gente que consideraba que era el momento de modernizar España, o sea, de convertirla en una segunda Francia, mediante el empleo contundente de una constitución liberal que acabara con los privilegios. Además, Napoleón, prodigio de invasores, les decía que de eso mismo se trataba y los tíos se lo creían, siempre y cuando siguieran con sus cargos en la España Moderna. Oh, desgraciado Siglo Negro.

Así, desde el principio, mientras los españoles, en partidas, daban la vida por España y por el gusto de cepillarse franceses a la salud de Fernando VII, El Deseado, monarca absoluto; mientras los españoles, de uniforme, ganaban la batalla de Bailén y derrochaban valor en los sitios de Zaragoza y de Gerona, los afrancesados, sin elecciones, se nombraron representantes de todos los españoles y, encerrados en Cádiz, donde las gaditanas se hacían tirabuzones con las bombas francesas, iban redactando la primera constitución española siempre que dejaban de discutir sobre toros en aquellas famosas Cortes. O de aporrearse.

(Se recuerda que este rápido resumen es precisamente eso, rápido, como introducción para llegar adonde conviene)

 

0 comentarios