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BORRADOR REPUBLICANO

LA REPÚBLICA MÁS LOCA DEL MUNDO

LA REPÚBLICA SIN PLATÓN.
 
Edición a cata y cala Garantía de calidad Trapezos®.
Toda la verdad y un poco más. Asista a la génesis de esta historia del Siglo XIX, verdadera verdad de aventuras terribles.
 
CUANDO ESPAÑA EMPEZÓ A REVENTAR
 
El Siglo XIX, época de desastres y tejemanejes, fue el más lleno de historia, el más movido y apresurado de cuantos ha vivido España hasta el momento. Y el más injusto, felón y sangriento. Se diría que nuestra sociedad perdió la cabeza una vez que supo que había perdido la honra a manos de la francesada y la vergüenza a causa de Carlos IV, Fernando Séptimo, Napoleón, Pepe Botella y la Pepa.
 
España comienza el Siglo XIX en 1801, con Carlos IV reinante, aquel Borbón que retrató Goya junto a su familia, demostrando:
 
A).- Que el pintor tenía un malísimo concepto de aquel grupo de personas, a las que retrató en alma y cuerpo. Sin complejos.
 
B).- Que, en efecto, el Rey Carlos y los suyos debieron ser algo torpes porque no se dieron cuenta del poco favor que les hizo Goya, y le pagaron el escarnio; porque caras como las del Rey, la Reina y el entonces infante Fernando, son escarnios y, además, profecías.
 
Mal se presentaba el siglo inaugurado entre la efervescencia Napoleónica, la continuidad de los Pactos de Familia, aunque con los borbones franceses substituidos por el imperio del Gran Corso y los pocos alcances de sus gobernantes que descansaban sobre un garrido mozo, antiguo Guardia de Corps pasado por el lecho real, también llamado Príncipe de la Paz. Sin duda el título se lo dio Carlos IV, aquel pobrete incapaz de prever el futuro que le aguardaba.
 
Fue empezar la centuria y desembocar en la lucha napoleónica contra Inglaterra, que mala la hubo en la batalla naval frente al cabo Trafalgar, hermoso nombre para valientes muertes, y bravíos gestos, empezando por la de España. Allí se hundió la mejor flota española, privando al Imperio del reino de los mares, lo que llevó a Inglaterra, casi en el acto, a atacar Buenos Aires y otros lugares de España algo alejados del tumulto europeo, aunque pensaban ya en organizar sus propios tumultos, todos desconocedores de que, doscientos años después, la armada española acudiría al mar inglés para felicitar a la Home Fleet y a su reina por la singular victoria de Trafalgar y no mencionar que, pese a todo, los españoles arrancamos la piel de aquel pirata que se llamó, en el siglo, Lord Nelson.
 
El Príncipe de la Paz, Manuel Godoy, haciendo gala de perspicacia, tardó poco en autorizar a los ejércitos de Napoleón para que atravesaran España y ocuparan Portugal, tradicional aliado de Inglaterra y patria de los vinos de Oporto, muy estimados por la corte británica. Era Godoy un pedazo de persona: hermoso, pícnico y, para entonces, gordo y algo fofo. Le gustaban las mujeres y demás placeres de sobremesa y, con sus hazañas cameras, no malas, dio en pensar que disponía de un notable talento, gracias al que España fue invadida a la vez que Portugal, con la corte encantada por tan poderosos huéspedes, los afrancesados pasándose ediciones de la Enciclopedia Francesa, y el pueblo, abierto el ojo, preguntándose cómo nadie se daba cuenta de que, desde la morería, ningún ejército extranjero había pisado el solar español.
 
Eran el progreso, que nunca cesa en su carrera hacia las malas noticias, y la estupidez, unas veces congénita y otras de conveniencia. Los sucesos posteriores a la llegada de la “armée” francesa e imperial, siguen algo confusos. O sea, se sabe lo que pasó, pero no se sabe si Carlos y Fernando tenían siquiera caletre o estaban afectados por la regresión de algún cromosoma de origen francés.
 
El caso fue que, abdicando los unos en los otros y teniendo en Bayona a Napoleón de juez (que ya era tentar a la suerte más de lo admitido), resultó rey de España José Bonaparte, José Primero, alias Pepe Botella, que sólo ha sido reivindicado cuando en España se ha vuelto a imponer la vieja costumbre de alabar a los invasores: árabes cultísimos y franceses benévolos e ilustrados, o sea, un ejemplo que más nos vale seguir en beneficio del teatro de variedades.
 
Todo parecía atado y bien atado, hechas las entregas de España y de su vergüenza al Emperador, con Murat en Madrid haciendo chistes sobre la lenidad de los altos mandos del Ejército Español y preparando planes por si el pueblo acababa dándose cuenta de la ilustración que le había caído encima.
 
Y así fue. Tuvo que ser una viejuca que, al pasar frente a palacio, vio lo que vio y gritó, con ese pronombre tan familiar: “¡Que se nos los llevan!”. Pan bendito, lector, y despertador garantizado de almas hispánicas. El pueblo de Madrid, que parecía abstraído en sus asuntos y pensando más en los Sanisidros, y en los manteos de monigotes, que en los berzas de sus amos, se despabiló y se puso a cazar franceses. Tantos como pudo. Y repetidamente. Los Capitanes Generales parece ser que se hicieron los distraídos y el peso de la sublevación contra los invasores cayó sobre oficiales de Artillería e Infantería, sobre el Parque de Monteleón y sobre un tal Malasaña, que sí, que la tenía. Todos, los oficiales, Monteleón y Malasaña resultaron destruidos pero, al menos, con honor y vergüenza patria. Ya antes Murat puso en funcionamiento un cuidadoso plan para motines e hizo cargar a su caballería mora, los mamelucos, sobre el pueblo de Madrid, compuesto a la sazón por majas y por chisperos, cada cual con su faca en la faja o en la liga, sin comprender que estaban inaugurando la llamada Época de las Naciones.
 
De aquellos mamelucos, en estado salvaje y bigotudo, quedó el dicho de “portarse como un mameluco”. Si Napoleón miraba las cosas desde cuarenta siglos de distancia en perpendicular, los mamelucos, más prosaicos, se producían a sablazos porque ya no eran exactamente los mamelucos de los sultanes del El Cairo, famosos por ser castrados y fieros.
 
Casi a la vez, el Alcalde de Torrejón, popular por tener las ideas claras en un mundo confuso, salió al balcón de su aldea y declaró la guerra a Francia. Una guerra que en España conocemos como la de la Independencia y en el resto del mundo como la “Guerra Peninsular” que, por cierto, ganó don Arturo Wellesley, Duque de Ciudad Rodrigo (que asoló él mismo), más famoso como Wellington, hombre constante y de muy mal perder.
 
Así las cosas, los Españoles se pusieron a luchar, a excepción de los afrancesados de entre los que José Bonaparte escogió a los administradores, ministros y corregidores. No se engañe el lector: no era gente blanda sino gente que consideraba que era el momento de modernizar España, o sea, de convertirla en una segunda Francia, mediante el empleo contundente de una constitución liberal que acabara con los privilegios. Además, Napoleón, prodigio de invasores, les decía que de eso mismo se trataba y los tíos se lo creían, siempre y cuando siguieran con sus cargos en la España Moderna. Oh, desgraciado Siglo Negro.
 
Así, desde el principio, mientras los españoles, en partidas, daban la vida por España y por el gusto de cepillarse franceses a la salud de Fernando VII, El Deseado, monarca absoluto; mientras los españoles, de uniforme, ganaban la batalla de Bailén y derrochaban valor en los sitios de Zaragoza y de Gerona, los afrancesados, sin elecciones, se nombraron representantes de todos los españoles y, encerrados en Cádiz, donde las gaditanas se hacían tirabuzones con las bombas francesas, iban haciendo la primera constitución española siempre que dejaban de discutir sobre toros en aquellas famosas Cortes.
 
 
INCISO SOBRE EL DESOREJAMIENTO DE ESPAÑA
 
España lo es tanto y de tal manera que la mayoría de los españoles no se percatan de que, pese a las cantinelas de sirenas, seguimos viviendo un tiempo especial para nosotros, prolongado desde la francesada acá. ¿Dónde si no aquí se puede leer un titular que no conseguiría traspasar las fronteras sin levantan oleadas de miedo? Es de un periódico convervador-liberal, si tal mezcla es posible: “¡QUE ALGUIEN ENSEÑE A MATAR A TALAVANTE!”
 
En España se vive rodeado por lo extraordinario de modo que ya sólo se entiende lo extraordinario: lo demás, lo de diario, hastía. Y ese gusto por lo poco común, siempre unido a la cultura nacional, inició su Edad de Oro con CarlosIV y Fernando VII, aquellos reyes de género chico y de mente aguada, que entrambos no dispusieron de diez gramos de escrúpulos en efectivo ni de los 1300 cc. de cubicaje exigibles a la primera magistratura.
 
Estamos en la parte previa al objetivo de este Libro, “La República sin Platón”, y la intención era una pequeña cabalgada por los antecedentes, pero no se puede hablar del meollo del drama del Siglo XIX y dejar pasar las sucesivas abdicaciones de Bayona ante Napoleón Bonaparte y comprender que, en el plazo de unos días España tuvo hasta tres reyes a la vez. No precisamente consecutivos sino al tumulto. Sin estas exageraciones del talante no se entenderán los casi dos siglos en que nos descalaveramos a-nosotros-mismos. Así que este historiador, que es de cataplín republicano, lo cuenta, y allá el lector con las consecuencias que se desprenden de los hechos y que aún vivimos: son como un tic que arponea cromosomas “Y” que pasan de generación en generación. No menos de ocho veces.
 
Átese el cinturón de seguridad y éntrese en lo que hizo de este reino una España esquizofrénica, o sea, con el alma partida. Con el alma rota y los perendengues flojos.
Se empieza con una cita -reciente- del Feldmariscal Von Thies, en su “Historia de la chufla aplicada”. Bonn, 2015, de la colección “Ediciones para la prevención del Bacilococo”, donde se capta lo ya advertido: que en España se vivía, en 1808 y ahora, inmersos en lo extraordinario:
 
“Cuando papá e hijo pidieron a Napoleón que hiciera de árbitro en la zapatiesta que tenían entre ellos, áquel (Napoleón) comprobó in situ la clase de berzas que tenía delante, especialmente cuando, el felón devolvió la corona a su papá, aquella que le quitó en Aranjuez, y el papá, libremente, la puso a los pies de Napoleón que la aceptó encantado.
Entonces Napoleón pensó en darle la corona a Luciano, a otro hermano y finalmente a Pepe, es decir, que tuvo que tardar algún tiempo en decidirse y, mientras tanto, Napoleón fue rey de España ¿Por qué no figura en la lista de reyes españoles? Habrá que solucionar esa injusticia.
 
Además de la felona familia real en Bayona, el Consejo de Castilla y la mayor parte de la nobleza acató la decisión de sus ex-soberanos y de Napoleón; y también un tal Carlos, hermano de Fernadito el ex-séptimo, organizador de los cirios carlistas de años después, que renunció a sus derechos a favor de Pepe.”
(“Pepe” es Joseph Napoleón, conocido amistosamente como Pepe Botella)
 
El resumen del Feldmariscal tiene la virtud de la escueta concisión, pero el asunto es tan extraordinario, e hizo correr tanta sangre decente, que es necesario ampliarlo unos palmos, porque no fue tan sencillo. O sea, con trastienda: Fernando VII tenía en Bayona 24 años y un cabezón de mucho mérito. Por algún misterio era, además, el favorito del pueblo, lo que encelaba al pícnico de Godoy, curioso Príncipe de la Paz y hombre marrullero y vigilante. Así se llegó a saber que D. Fernando fue el jefe de un numeroso partido que deseaba su advenimiento y que, como Príncipe de Asturias, esta dispuesto a advenirse cuanto fuera mediante la Conspiración de El Escorial, que fue descubierta por el despierto Godoy: “Una vasta intriga en que todos estaban envueltos”. Se descubrió por la correspondencia dirigida a Napoleón (a través del embajador Beauharnais) en la que el Prìncipe se quejaba de que Godoy quería obligarle a matrimoniar con su cuñada, María Luisa de Borbón y Fernando lo que quería era la mano de una princesa imperial. Se procesó a los cómplices más notables (Escoiquiz y los duques del San Carlos y del Infantado), que fueron absueltos.
 
No se puede esperar que un hombre como el Príncipe de Asturias, que tantas pruebas de rencor dio, no aguardara su revancha: con Gody tenía pendientes, además de muchos desprecios y segundos términos, el asunto de ser el amante de su madre, la reina Maria Luisa de Parma y la esterilización de la conspiración de Aranjuez, que, desde su punto de vista, le había costado la corona.
 
La oportunidad llegó inmediatamente: El Príncipe de la Paz había dado permiso a los franceses para invadir Portugal atravesando España porque sospechaban que los ingleses iban a desembarcar allí, pero ya que pasaban, invadieron todas las plazas fuertes del norte, de modo que Godoy fue acusado de venderse al extranjero y el 17 de Marzo de 1808 estalló el Motín de Aranjuez, en el que se destituyó al favorito y se obligó a que Carlos IV, pocos días después abdicara en su hijo, lo que, para mayor diversión, llenó de júbilo a España, siempre inconsciente y con vista de topo. Tómese nota de las fechas: el 17 de Marzo, el motín; el 23 entraba Murat en Madrid con su ejército y el 24 el nuevo Rey Fernando, al que volvió a aclamar la multidud que, según parece, no se había percatado de la invasión francesa.
 
Raro, porque los gabachos se portaban como los amos de la casa y, para demostrarlo, hicieron que Fernando VII les entregara la espada de Francisco Primero (la que ese rey de los franceses había entregado al rendirse en Pavía), que menos mal que resultó ser falsa.
 
A la nobleza se le puso la misma cara que a Carlos IV en sus mejores tiempos, de puro titubeo: No sabía qué hacer para la supervivencia entre los reyes destronados, el monarca novel y los dueños franceses. La clase media, en cambio, no se anduvo con chiquitas: siempre le gustaba el progresismo y no discutía sobre si los de Murat eran auxiliares o usarpadores, los buenos o l: en su opinión eran una garantía de orden -que tan escaso andaba- y eso aseguraba sus negocios. El pueblo, aunque más analfabeto que aristócratas y burgueses, si comprendió las intenciones de Napoleón y cayó en la meditación nacional.
 
Tanto meditó en ello que Murat y Beauharnais lo vieron y se lo dijeron a Napoleón: “Sire, el pueblo español medita, extraño fenóeno”. Napoleón comprendió el peligro y, sin reconocer a Fernando VII, llamó a Francia al extraño trío que formaban Carlos IV, la Reina María Luisa de Parma y su amante Godoy, matrimonio moderno. A tres. Luego, bajó a España a meternos en cintura y, como dicen los historiadores clásicos “los primates napoleónicos en Madrid recomendaron a Fernando VII que enviara a su hermano Carlos a recibir al Emperador. Como Fernando accedió fácilmente, los primates en cuestión aumentaron el cupo real: que fuera también Fernando. Aunque el rey dado su carácter desconfiaba de todo, acabó cediendo y se llegó hasta Burgos, pero Napoleón ni siquiera había abandonado Francia. Como la imprudencia conduce a la imprudencia, bastó con que el Emperador le dijera que lo aguardaba en Bayona, para que subiera a Vitoria y, desde allí, a Bayona, donde fue tratado con todo cariño por aquel zorro imperial, de largo jopo y extraño sombrero.
 
No se sabe si el novel Fernando VII aprovechó para respirar en paz de regreso a su alojamiento. En cualquier caso, Napoleón le había tomado el pulso y lo había catalogado: apenas se había desabrochado el rey su paletó cuando fue a verle el mismo que le había convencido para llegarse a Francia, el marqués de Savary, que le suministró un suspenso: De orden de Napoleón, que había dejado para siempre de reinar en España.
 
La operación era digna de un genio militar: mientras Savary dejaba a Fernando en el aire, en levitación, a merced de sus miedos, Murat llegaba al Escorial y extraía al desventurado Carlos IV, una carta a don Antonio de Borbón, presidente de la Junta Suprema, desdiciéndose de la anterior abdicación y comunicando a don Antonio, que era su hermano, que se iba para Bayona a ver si el Emperador arreglaba aquella ristra de entuertos.
 
Napoleó hizo a Carlos IV el mismo truco que a Fernando VII: lo recibió con una pompa descomunal, que siempre gusta a los espíritus pequeños, y ordenó un careo, en su presencia, entre el rey abjurado y el rey despojado. Una especie de versión del Juicio de Paris, donde sus majestades se llamaron casi de todo y se sacaron los trapos sucios ante los ojos divertidos del Emperador: ¿Cómo era posible que hasta trasanteayer mismo alguien temiera a España, aquel coloso paralizado e inventor de la siesta?
 
Véase bien la escena: el francés, aceptado como juez de intimidades, y, con él, padre, madre e hijo, los tres reales individuos , echándose a la cara intimidades familiares. La reina, muy especialmente, regañándole en términos de mal hijo. “¿Es que quieres matarnos a disgustos?” Y el pequeño Fernando argumentando que no toda la culpa era suya, que por ahí había y alentaba un tal Godoy, que había enredado las madejas a su alcance. “¿O no?”. “Remember to Escorial”.
 
Recompongamos los sucesos: Fernando hace abdicar a su padre, Carlos IV. Napoleón degrada al efímero Fernando Séptimo. Carlos advierte a la Junta Suprema -a su hermano Antomonio de Borbón- que vuelve a ser Carlos IV y que sale para Francia a ver qué. Don Fernando, suspendido y todo, se defiende panza arriba de las acusaciones de su adulterima mamá y de su calzonazos papá: si alguien espera que se descorone, puede ir poniéndose cómodo.
 
Dice la historia que Napoleón se compadeció “de un padre a quien un hijo cruel atropellaba”. Y tantas lamentaciones, invectivas, reproches y amenazas le soltó su madre que, anonadado, aquel cruel hijo renunció a la corona recién estrenada en beneficio de Carlos IV, y, poco después, a su título de heredero, o sea, de Príncipe de Asturias. Mientras, Murat expulsaba de Madrid al resto de la familia real, estalló la dignidad popular, armada con facas y trabucos, lo que hizo que Napoleón se diera prisa en reunir de nuevo a los reyes y le metió un paquete a Fernando, haciéndolo responsable de los daños que podían ocurrir y amenazándole con tratarle como reo de lesa majestad si seguía con sus “insolentes negativas”. Fernando, cruel si, pero valiente no, cedió la corona en favor de su padre y éste abdicó en favor del Napoleón. Como faltaba el detalle de renunciar también a su título de Principe de Asturias y Fernando decía que eso sí que no, el Emperador acabó por amenazarle de muerte y, como bien capaz era, firmó un documento, refrendado por Escoiquiz y Duroc, el 10 de Mayo de 1808, y fue conducido a Valencey. España procedió a abrir la espita de las sangres y Fernando, no regresó hasta 1814, de nuevo rey. Y era un rey con un plan: había tenido seis años para urdirlo. La víctima, quizá ya por costumbre, volvió a ser España. Guay de los reyes que no tienen cura de su pueblo; ah, Fernando Séptimo, aquella delicia de la naturaleza. Señor que llegó a ser de un mundo lleno de héroes muertos desfilando, con el viento, en la llanura. Qué gloria derramada y sin remedio.
 
DONDE SE SOSPECHA QUE FERNANDO VII NO FUE TAN MALO COMO SE DIJO.
 
Hasta ahora esta historia no se ha apartado apenas de las versiones habituales de los inicios de la Guerra de la Independencia ni de las consideraciones sobre Fernando VII. No se trata de volver a contar la historia de este rey sino de dar una visión de la España que llegó, malherida, hasta 1873 y proclamó la I República. De lo contado hasta ahora es posible que se saque la conclusión de que los pesares de la España antigua y moderna se han de atribuir en exclusiva a Don Fernando VII, pero verlo así sería un error de bulto. O sea, garrafal. Lo evidente es que él no empezó, como dirían los niños tras una pelea.
 
Don Fernando no era un buen hombre, cierto. Anadaba algo traumatizado y acosado por fantasmas familiares, cierto. Era vengativo, cierto y, además, cometió errores graves, como conspirar contra su padre, subir a Bayona con docilidad o cruzarse con los pinceles de Goya, que era afrancesado y no poco liberal. El mayor de todos, no haberse opuesto claramente desde el exilio a la creación de las Cortes de Cádiz en 1810 o, al menos, a la promulgación de la Constitución de 1812 el día de San José.
 
Don Fernando pasó la vida debiendo reaccionar ante condiciones adversas, generalmente desencadenadas por sus enemigos, y tratando de sostener un mundo que se desvanecía no por evolución del pueblo español sino por el trabajo tenaz y oculto de las ideas progresistas de la revolución francesa. Allá quien prefiera olvidar que, mientras el patriotismo es innato, la ideología es adquirida, o sea, enseñada por alguien que persigue algún determinado fin. Generalmente “el bien del pueblo”, claro que sin el pueblo. Si hubo un despotismo ilustrado hasta Don Fernando, cierto que también hubo un despotismo sin lustre desde él: el constitucionalismo liberal.
 
Los enemigos internos, del Absolutismo más que del rey en un principio, fueron un prodigio de falta de patriotismo y deslealtad, actuando a expensas de un rey Deseado en el exilio y de los españoles que daban la vida por él y por la “España de antes”. Crearon un reino por completo ajeno a la vida española y a sus costumbres y tradiciones. O sea, jugaron con ventaja y trataron de hacer una nación semejante a la República Francesa pese a que eran los representantes de aquellos ideales los que asolaban la Patria.
 
Para entender el fanatismo sectario de aquellos lejanos progresistas, al autor le sirvió de mucho ver en el museo una placa de mármol que ponía, aproximadamente: “Dios hizo a nuestro señor Don Fernando Séptimo padre de todos los españoles”. Estuvo en algún canto de calle o plaza hasta que, en una de aquellas, alguien la arrancó y, dándole la vuelta, practicó en el centro un orificio que la convirtió en el asentadero de un retrete. Esta era la clase de los enemigos del rey nuestro señor, gente más que afrancesada y moderna. Gente revirada y secreta y de sentimientos tan fieros como los de Aníbal jurando odio eterno a los romanos. Personas que, a fuer de libres, deseaban imponer la libertad sin percatarse de la contradicción que había en ello, o sea, incapaces de dejar en paz a los libres. Cuando se conoce la época, nadie está legitimado para hablar del liberalismo, o “mal francés”, como doctrina tolerante.
 
Buena parte de la mala prensa de Don Fernando como rey, se debió y se debe al hecho de que sus enemigos acabaron dominando los medios de comunicación. O sea, los hechos pueden ser verdad, pero no su interpretación. El español avisado ha de atender a que un personaje histórico discutido no equivale a ser discutible por toda la eternidad. Hay poderes ciegos que necesitan modificar la valoración de la historia para justificar sus hechos posteriores. Así, ha sucedido con Leovigildo, aquel arrianote que mandó matar a su hijo Recaredo, parece que por católico y no por golpista en Sevilla. Y con Don Rodrigo, que fue vencido por la morería cuando tuvieron la clave los hijos de Witiza, que trajeron a los mahometanos y favorecieron la defección de ciertos ambiciosos nobles en el Guadalete. Y con Felipe IV y Felipe V -de distintas dinastías- en la Cataluña independentista que, en el caso de Felipe V, estaba invadida por ingleses y holandeses, corte del Archiduque y lugar de importación de la masonería británica. Y, en lo moderno, con Primo de Rivera. Sobre todos ellos se ha acumulado inmundicia y se ha persistido en ella. O sea, la persistencia de las terribles versiones de un personaje depende del odio con que se hayan escrito. Del odio y de su alimentación a través de los años. ¿Es este el caso de Don Fernando Séptimo? En parte sin duda.
 
Claro que el autor ha sentido desde siempre la satisfacción fascinante de llevar la contraria a las versiones oficiales, que sabe siempre interesadas.
 
Cuando Napoleón se atuvo al hecho de que sus armas estaban siendo derrotadas en España, no inició contactos con la Junta Suprema ni con las Cortes liberales, sino con Fernando VII. Trató con él y no por capricho: al contrario, bien suponía que Fernando, al que despojó, avergonzó y detuvo, no podía guardarle afecto y dejarse engañar con la facilidad con que los constitucionales españoles habrían dado. El Emperador, al final de su carrera, sabía que Fernando VII había sido el estandarte de la guerra y que era el único rey que aceptarían los españoles en 1814.
 
Por supuesto que no podía creerse la versión de lo que más tarde se resumió en aquello de “Marchemos todos juntos, y yo el primero, por la senda de la Constitución”. Napoleón era un hombre inteligente que no ignoraba que Fernando se había criado en el absolutismo, preparado para ser un rey absoluto, y que los españoles siempre le manifestaron simpatía sin entrar en cuestiones de absolutismo o de constitucionalismo o sin discernir en las sutiles divisiones de los privilegiados que en Cádiz se llamaban, desde que se formaron las Cortes en 1810, “serviles” y “liberales”, adjetivos que ya aclaran la tendencia de los progresistas a etiquetar falsa y suciamente a sus contrarios. No jugaban limpio. No eran unos caballeros. No otra cosa se hizo en Francia antes de la revolución.
 
Desde esa fecha en España recibirán calificativos llenos de mala fe cuantos no estén por el progresismo en su versión de cada instante y aún hoy se sigue con la costumbre, heredera de aquel juego malvado, tan español, que fue el motejar, gran pasatiempo de la nobleza y que alguna vez acababa en las puntas de las espadas. Había otra razón: Cuando en Noviembre de 1813 Napoleón abrió negociaciones con Fernando, y se firmó el 11 de Diciembre el tratado de Valencey, las Cortes se negaron a reconocerlo al principio, aunque tuvieron que aceptar dado el clamor popular. Aquellas Cortes hubieran preferido aprovechar para convertir a España en una república o para nombrar a un rey que, como fue el caso de Amadeo de Saboya, hiciera de puente entre monarquía y república. En 1814 el rey Fernando Séptimo, de nuevo como indiscutible Rey de España, regresó de Francia. El 24 de Marzo de 1814. Ni él ignoraba que las Cortes le rechazaban, ni las Cortes se engañaban sobre la malevolencia del rey hacia ellas por tantos y tan reales motivos. Fernando había comprendido por entonces que es deber de los corazones coronados atormentar a los inicuos.Se sentía víctima del destino: nadie, salvo su real padre, había perdido un reino y lo había vuelto a ganar. Y tampoco nadie fue tan desgraciado ni guardó tanta biliosa ira.
 
Fernando VII entró por la parte catalana de la frontera, donde Souchet hizo entrega de la real persona a Copons en Figueras. Pocos reyes han sido tan aclamados como lo fue Fernando en su retorno como vencedor, que fue una larga excursión demorando su entrada en Madrid. En Figueras, en Gerona, en Mataró y en Reus. Parecía como si no hubiera existido la carnicería de la guerra. En Zaragoza, las manifestaciones llegaron al paroxismo, según quienes las vivieron. Fernando era la dulce victoria y, además, la esperanza.

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